martes, 2 de julio de 2013

Diez mil metros de mar


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Encontrar el momento donde la sensibilidad logra flotar en mi memoria no es tarea fácil, así como tampoco lo ha sido retener la paz que me encontré en el mar hace poco más de un mes, y que ahora siento se me evapora y escapa por entre los poros de mi piel.
La idea de escribir esto es para que no se me olvide todo lo que vi, sentí y pensé mientras cruzaba a nado los 10km que separan a Cancún de Isla Mujeres, porque aunque sea cierto que un recuerdo de estos no se desecha fácilmente, también es cierto que la memoria puede manipular los recuerdos a su antojo.
Empezaré haciendo una breve contextualización, porque tan interesantes me parecen los dos años previos a los 10k  como las 4:16 hrs que me pasé nadándolos.
Hace dos años, cuando decidí prepararme para aventarme a la que sería la travesía más retadora de mi vida, me sometí a un entrenamiento durísimo que aparte de llenarme de entusiasmo y expectativas me consiguió una colitis nerviosa tremenda pues tan solo pensar en la distancia a recorrer me estresaba; salir con el mínimo de energía para sobrevivir el resto del día después de cada mañana de entrenamiento era ya un éxito; la alberca fue mi prioridad durante esos meses y mis compañeros de equipo se convirtieron en mis hermanos.  No sé si ellos piensen igual porque me queda claro que aquí la intensa soy yo, pero es mi historia y la contaré en efectivo. Y bueno, sucedió que al final, cuando llegó el momento de poner la carne al asador y ver de cual cuero salían más correas,  un huracán imprudente se posó sobre la playa prometida  logrando violentar al océano e impidiendo nuestra osadía.  Experimentamos la más nefasta de las frustraciones;  toda la energía que nos habíamos conseguido para ese día estaba ahí contenida, en desuso;  algunos nos la terminamos tragando como suele suceder con las cosas que no llegan a ser,  ¡pero mi partner!, (la que fuera mi compañera de carril en el entrenamiento)  ella sí que es grande, ella vio nacer a su primogénito nueve meses después,  dejando claro que aquella noche,  mientras nosotros llorábamos, ella se divertía.
Luego vinieron algunos meses de decepción,  entre que mi entrenador dejó de serlo, mi partner se mudó a la yoga para embarazadas y el resto del equipo se dispersó, yo me quedé como perrito sin dueño.  Intenté dejar la natación y entrarle a los trancazos en el box, pero casi inmediatamente me arrepentí.  Regresé pues a la alberca, nomás que ahora a integrarme a un nuevo equipo, un nuevo entrenador, una nueva visión.  La intensidad del entrenamiento no volvió a ser el mismo pues mi atención se vio dividida entre  la densa oscuridad de mi maestría y una vida laboral más prometedora.  Mi nuevo equipo  resultó ser un  círculo social más divertido que deportivo y  entonces yo aprendí a tomar la natación con menos rigor.
Pasaron los días y yo seguí instalada en la holgazanería, digamos, confiada de que mis músculos habían entrenado lo suficiente durante todo el año anterior, y ahora mi mente estaba fortalecida pues  eso de sentir que me deslizaba en el agua como un cuchillo en la mantequilla en una alberca en la que todos eran principiantes era una sensación de lujo. Y aquí creo que empezó la magia, porque digo, yo seguí nadando igual que antes, igual de lenta quiero decir,  pero yo me sentía más veloz y entonces la confianza se apoderó de mí  de tal manera que me sabía perfectamente preparada para volver  a intentar nadar los 10k.
Luego llegó Santa María del Oro y mi confianza se fue al carajo con todo y su magia.  Muy valientosamente intenté nadar  tres vueltas a la laguna  -lo que representaba más o menos once kilómetros-  como parte del entrenamiento,  pero pues nada, me cuatrapié. Decía un amigo que más valía traer y no ocupar, que ocupar y no traer, nosotros necesitábamos nomás 10k, si nadábamos 11k significaba que traíamos condición de más, suficiente para llegar tranquilos al mar. Pues yo ese día solo pude nadar 9k. ¡Me acalambré! Un calambre tan duro que ni mi espíritu templado en aquellas guardias del servicio social pudo vencer.  Los que saben dijeron que se trataba de falta de entrenamiento. Se me murió la fe y a solo 15 días del evento no había ya nada que hacer.
Volé pues a Cancún con más miedo que emoción y casi convencida de que no lo lograría,  básicamente preparando mi mente para una derrota magistral. Todos en el equipo me decían “claro que puedes, Noemi” pero yo veía la diplomacia en sus palabras, realmente tenía miedo,  incertidumbre. 
Casi al final del día previo fui a parármele al mar de frente, fui a reconocerle por decirlo de alguna manera cursi, me metí a la orilla y de pronto recordé esa sensación de embriaguez de cuando estoy allá adentro, con el turquesa en los ojos y en la piel, flotando, siendo libre. Creo que me tranquilicé un poco, la angustia bajó dos rayitas y pude irme a descansar con un pringuito de paz.
El día de la travesía,  en la mañanita,  cuando ya todos estábamos en la playa, con los números de identificación en el cuerpo y el entusiasmo en el alma, pensé que en realidad no había nada que perder. El tiempo para soñar se había agotado, era momento de hacer, de ser.
Dejé pues que todas las mujeres se adelantaran en la línea de salida y me quedé al final; si de algo estaba segura era de que lo mío, ahí, no era competencia, era un reto personal y por lo tanto no estaba dispuesta a recibir manotazos o patadas al momento de la salida.
Empezar a nadar en ese mar era como estar en medio del rodaje de una película de la cual desconocía el final. Estaba actuando mi propia película y no me sabía el guion. En mi mente no dejaba de deambular la curiosidad, sentía gran urgencia por conocer el desenlace de mi travesía, estaba enfocada en el deseoso momento donde yo felizmente llegaba a la meta, pero no me podía estacionar en ese pensamiento porque en el fondo dudaba de que lo pudiera lograr.  Y creo que hasta hubo un poco de malestar en mi humor, me enojé un poco, me sentí frustrada. Luego recordé las palabras que mi entrenador y mi loquero me dijeron en los días previos y que para colmo coincidían: “Noemi: disfrútalo”.  
Y bueno, claro, “disfrutar” era una mejor idea, nomás que paradójicamente para disfrutar me surgía un nuevo conflicto, tenía que concentrarme en estar ahí, nadando;  dejar a un lado las ideas ilusorias de mi triunfo o de mi fracaso y nadar, solo nadar.
En la vida cotidiana me la paso corriendo de un lado a otro siempre pensando en lo que sigue, y cuando de repente me atrevo a detenerme y contemplar los minutos, me surge la idea de estar perdiendo el tiempo, cosa que luego me resulta nefasta y entonces regreso a la prisa.  Estando ahí intenté ponerme práctica y entonces me di cuenta de que en el mar no había otra cosa que hacer más que nadar. Después de nadar un rato, iba a seguir nadando, y cuando terminara eso volvería a nadar de nuevo.
Me desconcentraba a cada minuto, sentía una vorágine de pensamientos circulando en mi cabeza, tenía el ímpetu como para meterle intensidad a la patada pero me daba miedo volverme a acalambrar, quería acelerar mi paso para poder enterarme más pronto si lo iba a lograr o no pero sabía que un ritmo acelerado no lo iba a aguantar. Por experiencia de travesías anteriores sabía que eso era asunto de paciencia, nomás que a mí como que no se me daba muy bien. 
Cuando llegué a esa idea, la paciencia, me acordé de mi papá.  Hay muchas cosas que siempre le he admirado, pero la paciencia con la que vive, camina, observa, conversa, esa, esa siempre me ha causado un poco de ansia.  Soy acelerada, rápida, estridente, no sé vivir lento, y él es así, despacito, tranquilo, pacífico.  Pronto  entre brazada y brazada descubrí que su paciencia me vendría muy bien en ese mar. No sabía si iba a terminar la travesía y entonces lo menos que podía hacer –como bien habían dicho mis gurús- era disfrutar, pero para disfrutar necesitaba paciencia, para estar ahí, para atender el movimiento de mi cuerpo, la sensación del contacto con el agua; serenidad para dejar transcurrir el tiempo y las olas sin dejarlas de ver, de sentir, de vivir.
Me imaginé la escena en la que mi papá me acompañaba, yo estaría ansiosa por llegar y él me habría dicho: “oh, espérate mija, mira mira, ese pececito de allá abajo… ¿lo ves? Ah, pos cual prisa si esto está re agusto, ¿apoco no?  dices que te gusta nadar, pos aquí estás nadando, qué más quieres?” Claro, qué más quería que diez mil metros de mar para nadarlos.
Fue así como encontré la calma para nadar mi travesía.
Yo calculo que eso sucedió más o menos en el km 2.  A las boyas las perdí de vista en los primeros 500 mts. pero barcos había por doquier y los edificios de la Isla que servían como guía nunca desaparecieron de mi horizonte, así que miedo por perderme nunca tuve. Me agarré de la imagen de mi papá sentado en la plaza de mi pueblo comiendo cacahuates y observando el mundo con serenidad para saber que yo podía hacer lo mismo en ese océano, nadar con calma, con paz, con paciencia.  Y así pasé un largo rato, ahorita podría calcular cuánto tiempo fue porque conozco el tiempo que hice en los 10 km, pero estando en el agua perdí la noción de las horas, los minutos. Debí haber entrado en un estado semi-hipnótico (si es que eso existe) porque no recuerdo los detalles exactos, todo ese encanto y esa euforia han devenido en imágenes borrosas de mi mente que por más que intento no manipular, fluyen ya con el olor de lo creado.  
Me acuerdo que había momentos en los que me percibía con un cierto desencanto, pero como mi mente estaba libre para mí y para ese momento, descubrí que el desencanto venía de la atención que de repente se ausentaba de mí y se posaba en algún otro nadador que aparecía de pronto mi lado. Entendí que cuando nadaba  sola mi atención era mía, en mi ritmo, en mi cuerpo, en mi mar. Cuando coincidía con alguien más en el océano mi atención se desviaba hacia el otro, me perdía de mí por intentar alcanzar su ritmo,  entonces traté de evitar a cualquiera que coincidiera con migo. Me fui sola, solita.  Gozando.
Cuando se nada en el mar hay dos tipos de esfuerzos, el útil y el inútil. Útil es que busques siempre llevar la dirección adecuada, que busques la manera de no perder el ritmo, de cerciorarte que aunque la corriente vaya en contra tú vas avanzando aunque sea poquito, pero es completamente inútil que pretendas controlarlo todo, el océano es infinitamente más grande y poderoso que tú.  Ahora bien, hubo un momento en el que me percaté de que las olas eran enormes. Me acordé cuando de niños íbamos a Melaque y mi mamá se metía con mis primos, mis hermanos y yo más allá de la orillita, ahí donde las olas ya han crecido todo lo que van a crecer pero aun no empiezan su espectáculo. Nosotros nos divertíamos clasificando las olas como “Lola la grande” -que por alguna misteriosa razón que ahora no comprendo (y seguramente de niña si) hacíamos referencia a Lola Beltrán- o “L´ola la chica”.
Bueno, pues éstas eran puras lolas grandes. Enormes. Había momentos en los que sacaba la cabeza hacia el frente con la idea de verificar mi dirección y lejos de encontrarme la imagen de la torrecilla de la comisión de electricidad en el horizonte, mi cara chocaba de frente con una colina de agua que no había previsto. Otras veces eran mis cachetes los que caían de golpe contra el agua cuando al salir de una ola mi cuerpo caía en el valle que se forma entre una ola y otra. Pero lejos de experimentar esto como una situación amenazadora, porque me imagino que así podría sonar,  por Dios que iba emocionada, divertida.  Quizás mi parámetro de comparación estaba muy alto, porque esta corriente y este oleaje no se podrían haber comparado jamás con aquella mi primera travesía.  Lo que sí me quedaba claro era que pelear contra las olas sería un esfuerzo inútil, fluir con ellas era lo que me tocaba hacer.
Pasé así algún rato, perdida en mi placer, tratando de estar atenta a los animalillos que me pudiera encontrar en el fondo del mar. Ciertamente no era como un acuario en los que hay 10 peces por metro cúbico como mucha gente se podría imaginar,  pero sí hubo muchos banquitos de peces diminutos, a veces de un amarillo canario o un rojo incandescente,  anaranjados, azules fosforescentes. De repente uno que otro pez solitario me arrancaba una emoción discreta, me gustaba mucho observarlos en su hábitat; darme cuenta de su libertad, su pequeñez en un océano tan inmenso me hacía pensar en mí misma siendo un minúsculo punto  en el universo.  Pensaba en la absurda manera en la que a veces me gusta complicarme la vida con cerrazones, cuando todo puede ser tan así, espontáneo, fluído, tan libre. 
Seguí nadando por largo rato. No quería saber en qué kilómetro iba para no angustiarme sabiendo lo que me faltaba, me encontré un barquito que estaba dándole agua a algunos otros fulanitos y me detuve un poco, bebí un largo trago a una botella que alguien me compartió y seguí. Me sentía muy tranquila porque mi cuerpo no me había dado ninguna noticia, no había aun ningún malestar, pensé por lo tanto que debía estar todavía antes de la mitad de mi camino. El sol que me daba en la cara cada vez que yo salía a respirar a veces se ocultaba entre las nubes y la discreta oscuridad que dejaba me escalofriaba un poco, era una sensación extraña. Me infundía un poquito de miedo, mis circunstancias cambiaban: bajo el sol el mar brillaba divino, bajo la sombra mostraba su misterio, me sentía más a la deriva, menos protegida. Nunca hubiera pensado que el sol me podía hacer sentir así, cuidada.
Hubo un cacho de camino que por una fuerza que desconozco me vi pegada a un grupo de 4 o 5 nadadores. Y digo que hubo una fuerza desconocida porque con la breve experiencia al inicio de la travesía me decidí a irme sola todo el camino, pero cuando estuve cerca de ellos no me les podía despegar. Al principio intenté irme más lento para dejarme largar pero no se iban. Luego intenté largarlos yo y no podía. De hecho iba tan pegada de una morra que a cada rato le daba yo manotazos en sus piernas.  Pensé que la morra en cuestión debía estar aborreciéndome, tan amplio el océano y yo ahí pegada. Realmente no había ni motivo ni necesidad. Así transcurrieron algunos minutos hasta que –me imagino- se hartaron de mis manotazos y le metieron duro a la patada. Y no sé, esta imagen me recordó a la gente con la que a veces nos topamos en la vida y se dedica a dar lata así nomás porque sí. Uno suele tomarlo personal, pero si me pongo a pensar poquito, pos yo no quería molestar, yo iba a mi ritmo y a la pobre chava pos le tocó la de malas, y ya!.
Seguí a la nade y nade y cuando menos lo esperé me encontré en el horizonte cercano y muy cargado a mi derecha el barco grande, el que era la señal de los 7 km. No saben cómo me emocioné. Mi cuerpo estaba funcionando muy bien todavía y yo ya estaba cerca de los 7!!!  Durante los dos años que estuve con la idea del os 10k en la cabeza me había imaginado que al llegar a ese barco, a esa señal, yo iba a estar cuasi muerta, deshidratada, cansada, adolorida, quemada y quizás hasta rozada de mi cuello, de mis axilas, y sentirme tan entera en ese punto me llenó de alegría, de emoción.
Como era obligatorio que tocara el barco con el chip que traía en mi muñeca izquierda tuve que cambiar de dirección, dejar de ver la antena de la isla que estaba frente a mí y dirigirme hacia la derecha, donde estaba el barco, tocarlo y luego regresarme hacia la antena de nuevo. Claro que al cambiar de dirección, en lugar de traer la corriente de mi derecha hacia mi izquierda, la iba a traer de frente, es decir, iba a nadar un cacho contracorriente. No me importó mucho, estaba tan feliz de haber podido llegar a ese punto sintiéndome tan bien que ahora sí, le apreté a la patada.  No sé cuánto tardé en llegar, pero llegué. Yo creo que los monos que estaban en el barco regalándonos agua debieron haber pensado “pobrecita de ésa, apenas llegó aquí, todavía le faltan 3k”, pero yo iba feliz!!!  
Una vez que toqué el barco y me tomé una bolsita de agua caliente y con sabor a plástico, me dirigí de nuevo a la antena. Ese kilómetro me supo a gloria: corriente a favor, la meta en mis posibilidades y un recorrido muy placentero a mis pies.
Para colmo de mi felicidad, unos 500 mts adelante del barco me encontré otra pequeña embarcación con unos chavitos snorkelando. Me detuve a preguntarles qué era lo que había ahí y  me dijeron que ahí era “Manchones”, un arrecife medio famoso en la Isla.  Anduve merodeando alrededor de ellos un ratito y pude ver muchos peces de colores -no tan chiquitos- juntos  y algunas estrellitas de mar. No podía quedarme mucho tiempo por obvias razones, pero estuvo bellísima la imagen.
Seguí nadando muy tranquilamente, sobre todo porque no quería confiarme. Un día antes de viajar a Cancún había platicado con uno de los amigos más hermosos que tengo y me había dicho “cuídate, no te confíes”, y aunque por un lado yo ya sentía eso como un reto superado, pensé que todavía faltaban por lo menos  3km, ciertamente no me podía confiar.
Durante todo el trayecto el fondo del mar fue completamente visible, había ratos en los que sólo se veían dunas de arena que me hacían pensar en el desierto, a veces había piedras que yo me imaginaba volcánicas, y había también cachos de puro pastito, pastito marino. No eran palitos verdes tan cortos como el césped que existe en las casas o en los parques, eran palitos verdes de unos 20 o 30 centímetros de altos, todos bailando hermanablemente al son de la marea, asemejando a las células ciliadas de la cóclea.  Muy bonito, diría el viejito.   Y durante todo mi trayecto tuve la idea de que el fondo no debía tener más de 3 metros de profundo, había una increíble sensación de cercanía.  Nomás que esa sensación de cercanía se vio violada cuando después de haber pasado el arrecife vi algo amarillo que se movía cadenciosamente,  ahí pegadito a las piedras. De pronto pensé que era otro pez, pero nada!  No era un pez, y tampoco eran 3 metros. Era un buzo!!! allá en el fondo!!!  muy muy lejos de mi. El desengaño de la ilusión óptica que había vivido durante 7, casi 8 kilómetros fue muy impactante. Veía a los buzos, que ya enfocando mi vista me di cuenta de  que eran varios, muy pequeños, quizás a 15 metros de distancia, quizá más.  Esa fue una escena padrísima, con lo intensa que soy y con la experiencia tan vívida que estaba teniendo, no podía hacer más que maravillarme.
Una de las artimañas que utilizan los organizadores del evento para atraer más nadadores es la promesa de un museo subacuático. Yo no debí de haber pasado muy lejos de ahí porque unos diez minutos después de haber visto a los buzos me encontré una escultura de piedra muy acomodadita ahí, entre las dunas.  Estaba formada por cuatro hombres reposando sobre sus rodillas, con las palmas en el piso y asomando su cabeza hacia el fondo no del mar, sino de la tierra. De hecho no estaban las cabezas, era como si éstas estuvieran sumergidas en la tierra. Los hombrecillos estaban acomodados de manera que cada uno de sus traseros apuntaban a los cuatro puntos cardinales, y sus cabezas coincidían en el centro. Ahí sí me detuve un largo rato. Me pareció un momento místico. Me fascinaba imaginarme lo que los hombres esos podían ver allá abajo. Una cosa padrísima.
Después de ésas breves estacionadas mi atención ya no pudo volver a mi cuerpo. Mi emoción se hacía cada vez más grande. La meta estaba cada vez más cerca. Empecé a sentir la  misma urgencia por llegar que sentí al inicio de la travesía, nomás que ahora ya con el ingrediente de la posibilidad de éxito.  En ése último estirón se me pegó una señora harto desagradable, cada vez que me detenía  para orientarme en la dirección ella se detenía conmigo y me intentaba platicar algo, lo que fuera.  Seguro es una de esas señoras que fuera del agua hablan a mil por hora, y viéndose privada de ésa posibilidad aprovechaba cualquier nimio espacio para desquitarse. Traía una vibra medio negativa, se quejaba de la organización del evento, de lo pesada que había estado la travesía, de lo cansada que estaba. Yo intentaba alejarme pero ella se aferraba, creo que en el fondo estaba asustada, cansada.
Empecé a percibir el clima cada vez más caliente mientras las olas disminuían estrepitosamente, de pronto me vi nadando en una colección de agua estancada. Mi cuello ya daba gritos de ardor, estaba rosado el pobrecito, creo que ya me venía doliendo desde antes pero no había hecho mucho caso de eso. Cuando vi por fin la meta no me acuerdo lo que sentí, creo que estaba un poco desorientada, los últimos metros fueron muy desesperantes. 
El agua bajó poco a poco su nivel y deje de nadar para empezar a caminar, el agua me daba a la cintura y la meta estaba ahí, a unos cuantos metros. La primera persona que ubiqué fue a mi coach, el Carlos. Tenía una sonrisa preciosa, lo vi muy emocionado, yo todavía no lo asimilaba pero él ya  estaba feliz. Giré dos metros mi mirada y saludé a Pipe, mi antiguo entrenador. Me pareció un bonito detalle de la vida que hubieran estado los dos ahí viéndome lograr lo que entre ambos me ayudaron a construir.
Subí un escalón para entrar en la palapa y en el umbral de la puerta me recibió una chica con una medalla que me colocó en el cuello, dos pasos más adelante estaba Carlos con los brazos bien abiertos y una cara tan contenta que no podía dejar de apreciar; luego, con muchísima efusividad y alegría me dijo “¡¡¡¡¡felicidades, campeona!!!!”. Fue en ese momento que me cayó el veinte: lo había logrado.  Esa era la escena tantas veces deseada, la del éxito.
Hay muchos recuerdos valiosos para escoger en esta experiencia,  el compañerismo, la disciplina, el esfuerzo, el desapego,  incluso mi comunicación conmigo, pero al día de hoy lo que más me sorprende es darme cuenta de la herencia tan chida que traigo en la sangre y que puedo aprender a explotar:  fuerza, valentía y perseverancia de ella;  paciencia, serenidad y confianza  de él.  

1 comentario:

  1. Es de lo mas padre que eh leído en mi vida, es un ejemplo de triunfo real, palpable, único, narrado desde la experiencia personal, nunca del ego, eso es lo que mas me gusto y me indica, lo que hay y había atrás, de esa meta, felicidades Amiga eres admirable y admirada. Gerardo Gonzalez

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