miércoles, 2 de octubre de 2013

Soonday´s (Leerse solo en caso de no tener cosa mejor que hacer)

Amanecí con el terrible humor desesperado de un domingo caluroso en el que a diferencia de otros domingos, si tenía cosas que hacer.  Y aunque de entrada tener que pararme de mi cama con el sopor del calor que entra por la ventana no está nada padre, tuve que hacerlo pues tenía una cita y la culpa por una responsabilidad incumplida es un issue que me inculcaron desde muy pequeña, y créanme, no he aprendido a manejarlo.
Pensaba que una de verdad es ingenua al ponerse la soga al cuello de esa manera. Y mira que fijar una cita para consultar a un paciente –no urgente- en domingo es ya una desfachatada, pero hacerlo a las 10am por puritito gusto, eso es lo que yo llamo una verdadera inconsciencia.
Me levanté pues,  y sin bañarme me encajé los jeans de medio uso que tenía -como de costumbre- hechos bolas encima del bote de la ropa sucia, busqué una blusita coqueta para que me remendara el look desaliñado que no quería tener, hice lo propio con mis dientes y mi cabello, tomé un par de tacones, otro par de accesorios y lista, en menos de diez minutos ya estaba convertida en la versión menos desastrosa posible de mí misma.
El humor para entonces permanecía intacto, yo estaba irritada. Hubiera preferido permanecer en la cama, encender el aire acondicionado y recetarme una a una las cinco películas que la noche de anoche un par de grandes amigos se vieron obligados a prestarme. Lo hubiera hecho con gusto.
Pero insisto, entre mi inexperiencia para decir “no, en domingos no trabajo” y el temor a verme inmersa en la culpa de la desobligación no me permitieron hacer otra cosa que cumplir con mis deberes.  Me fui pues a la casa de mi paciente, el que hace poco más de un mes sufrió un EVC y ahora padece un tipo de Afasia no clasificada, una de esas atípicas, una de esas que tiene un poquito de todo, y de las que constituyen un verdadero reto para quien sea que la atienda. 
En el camino intenté consolarme un poco con la idea de la nobleza de mi profesión. Si, muy noble pero muy pinche inoportuna, pensaba. Aunque en realidad no estaba dejando nada para ir a hacer lo mío, me debatía.  No sé, de repente me vi inmersa en uno de esos pleitos de “yo vs yo” en el que nunca gana nadie, porque si gano yo, pierdo yo. Y si gano yo, pierde el otro yo. Chale, que vicios los míos.
Llegué a su casa justo a tiempo, toqué el timbre y me recibió una señora de cabello blanco muy bien cardado con las palabras: “Ay mijita, se me olvidó que venías ahora, vamos a ver si ya se levantó”.
No. Mi paciente permanecía dormido, había tenido una mala noche.  Me asomé a su recámara y su imagen me conmovió. Ternurita, el seguía dormido y yo no. “Regrese más tarde” me ordenó la señora copetona. Así, de manera imperativa, ni siquiera preguntó.
Tomé pues mis chivas y me retaché al coche. Pensé que con un inicio tan tortuoso ese domingo ya no tendría arreglo. Empecé a manejar con un rumbo no determinado pero sí muchas veces interrumpido y desviado por las calles tomadas para la vía recreativa. Así fue como llegué al mercado Juárez, el que está en un rinconcito de la colonia Americana.
Delante de mí encontré un puño de transeúntes desquehacerados y campechanos que disfrutaban  el sonido de un par de guitarras eléctricas interpretando alguna rola de los Beattles,  y al mismo tiempo que a mí me sorprendía la escena me estacioné casi sin pensarlo. Empecé a caminar tratando de investigar la zona y después de recorrer los alrededores decidí ir a conseguirme un jugo de naranja pa´ que se me endulzara por lo menos el paladar.
Con la cantidad de oferta que había dentro del mercado tenía que decidir en cual negocio habría de sentarme. Para entonces, he de confesar, mi humor ya era una mezcla de nostalgia por mis caminatas en la condesa, ofuscación por mi sueño frustrado, fascinación por la escena musical y ansiedad por beber mi jugo favorito. Estaba feliz por haber descubierto ese lugar, pero aún molesta por mis planes estropeados. Una especie de lugar común donde los sentimientos se encuentran. 
Masticando estos sentimientos es que me encontré a doña Juanita en mi camino. Una viejecita -muy viejita- que manejaba con gran entusiasmo la masa en el metate al tiempo que volteaba las tortillas del comal y regañaba a una mujer joven, delgada y de piel suave, que intuí y más tarde corroboré, era su nieta.
Me senté en el único banquito disponible y me quedé observándola anonadada. Su cara estaba forrada con un  trozo de piel plisada en diferentes direcciones que paradójicamente dibujaban una expresión muy infantil. Sus ojos pequeños se escondían detrás de un par de bolsitas frágiles y casi traslúcidas, sus cejas apuntaban despeinadas hacia el horizonte.
Tenía una boca pequeña de labios muy delgados y apuñados, y sus manos no cesaban de moverse con fuerza y determinación.
Juanita haciendo mi picadita
Observándola estaba cuando una señora muy entusiasta y efusiva se acercó con la intención de abrazarla al tiempo que la felicitaba por su cumpleaños. Doña Juanita fue muy clara en su respuesta, “muchas gracias pero estoy trabajando” le dijo. Recibió con una mano el puño de flores que la señora le ofrecía, y con la otra un periódico donde le indicaba el lugar exacto donde aparecía su foto. “Se ve muy guapa doña Juanita” le dijo la señora, que para entonces se anunciaba como una clienta asidua del lugar. La viejecita, casi sin mirarla y sobre todo sin interrumpir la cadencia de su amasada, asintió y reviró: “sí, soy bonita”, y casi sin pensarlo, me miró  a mí con un guiño en su ojo derecho y la media sonrisa que no le regaló a la señora de las flores.
Yo no sé si lo que sentí fue empatía por la viejecita, ternura, admiración o simplemente  un placer chiquito de esos que no tienen ni beneficio ni oficio, una caricia d´esas que resultan altamente  oportunas para las almas como la mía. 
Seguí sentada, ahí a su lado, observándola,  y entre nosotras se creó un halo de complicidad implícita, pues cada vez que regañaba a Iazmín (si, con i latina) su nieta, volteaba conmigo y me volvía a guiñar el ojo, y volvía a medio sonreír, y luego volvía  de nuevo a su metate.
Ya con la confianza de la complicidad empecé a platicar con ella. Le pedí la hoja de periódico que hacia momentos  había despreciado sin siquiera dedicarle un instante del rabo de su ojo y me puse a leerla mientras me comía una quesadilla recién salida de su comal. Me pareció una nota desalmada de algo que estaba evidenciando era una belleza. Juanita cumplía noventa años parada sobre esos pies y sesenta años parada en ese negocio.
La nota  http://impreso.milenio.com/node/8980565  mencionaba entre varias cosas, que la viejecita tenía contados con los dedos de la mano los días en los que había dejado de ir a su negocio, que no cerraba ningún día del año y que no descansaba ningún día de la semana. Que ironías, dije yo.
Cuando terminé de leer el periódico Juanita me ofreció una picadita. Me pareció que le caí bien, pues conmigo tenía un tono muy amable y una mirada muy tierna, a diferencia de la voz ruda y los modos grotescos con los que se dirigía a su nieta. Una picadita? –pregunté, ¿cómo son ésas?  No respondió y en cambio tomó mi plato sin pedir permiso, le puso encima una gorda mediana, agregó un puño de mantequilla con sus dedos y empezó a amasarla destrozándola a puros pellizcos. Le pidió con gritos el azúcar a su nieta y con las mismas manos enmantequilladas tomó otro puño de los dulces gránulos blancos que espolvoreó sobre el plato.
Me lo ofreció  con la sonrisa más dulce que he observado jamás.
Quien haya crecido cerca de las migas que Doña Mary nos hacía para desayunar en mi casa, allá en Talpa, entenderá la magia de este momento.
Finalmente mi domingo si tuvo arreglo.  Más tarde regresé a la casa de Nacho, mi paciente, y me complací ofreciéndole un poco de eso que Juanita le ha ofrecido a la vida durante noventa años. Mi domingo ya había cambiado de color.

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